La alcayata no resistió el paso ni el peso del tiempo y el cuadro que contenía la orla de fin de curso de la Facultad cayó a plomo sobre el suelo de mi despacho, soltando cuchillos de cristal y lascas de un marco ya cuarteado por los años. Lo mandé reparar y cuando lo reponía en su lecho, que aún mantenía la forma rectangular que lo contuvo, me apercibí que faltaban las caras de varios compañeros de carrera, sustituidas por blancos huecos sobre el nombre y apellidos del ausente. Entre ellos, el de Verónica, mi frustrado amor, y el de Carlos, aquel imbécil que me la disputó y ganó su alma y su cuerpo; ambos murieron en un accidente de tráfico apenas concluidos nuestros estudios. Pero mi asombro se convirtió en terror cuando observé que mi cara sólo era un esbozo a punto de desaparecer.
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