La casa de los abuelos era oscura. Oscura y fría, no fresca,
fría.
O al menos eso me parecía a mí, además era silenciosa… y
oscura y fría.
Mi madre se zafaba de mí unos días en verano, con el pretexto
de que me sentaría divinamente el aire del pueblo.
Mis llantos inconsolables conmovían al cielo, pero no a mi madre, así solo me quedaba contar los días para la vuelta.
Una tarde de febrero mamá me contó que el abuelo se había
ido al cielo, con las nubes, los ángeles y esas cosas que se supone que hay en
el cielo.
Pensé, en mi ingenuidad, que eso terminaría con mis “vacaciones
rurales” pero no, el julio siguiente volvió a la carga, así que, resignada me
preparé para la partida.
Desde la puerta ya noté algo raro, olía a bizcocho ¡vaya
sorpresa!
Pero no era el único cambio, la abuela salió a darme un
abrazo y llevaba un vestido nuevo…como lo oyen… nueeeevo.
Desde entonces pude jugar al balón en el patio, invitar a
mis amigos a merendar, incluso ir a la poza en bici.
Seguro que el abuelo era un buen hombre, seguro que hizo muy feliz a la abuela y
posiblemente me quería a su manera. O no.