martes, 4 de julio de 2017

Cuento estival

La casa de los abuelos era oscura. Oscura y fría, no fresca, fría.
O al menos eso me parecía a mí, además era silenciosa… y oscura y fría.
Mi madre se zafaba de mí unos días en verano, con el pretexto de que me sentaría divinamente el aire del pueblo. 
Mis llantos inconsolables conmovían al cielo, pero no a mi madre, así solo me quedaba contar los días para la vuelta.
Una tarde de febrero mamá me contó que el abuelo se había ido al cielo, con las nubes, los ángeles y esas cosas que se supone que hay en el cielo.
Pensé, en mi ingenuidad, que eso terminaría con mis “vacaciones rurales” pero no, el julio siguiente volvió a la carga, así que, resignada me preparé para la partida.
Desde  la puerta ya  noté algo raro, olía a bizcocho ¡vaya sorpresa!
Pero no era el único cambio, la abuela salió a darme un abrazo y llevaba un vestido nuevo…como lo oyen… nueeeevo.
Desde entonces pude jugar al balón en el patio, invitar a mis amigos a merendar, incluso ir a la poza en bici.

Seguro que el abuelo era un buen hombre, seguro que hizo muy feliz a la abuela y posiblemente me quería a su manera. O no.