Despertaba de un bello sueño cuando divisó, con el agua justo rozando su nariz, las diminutas flores azuladas en unas manos infantiles.
No hubo fósforo chasqueando el aire. Un burbujeo de cocción le fue acompañando, mientras se hundía lentamente en el lodo. La ciénaga le deglutía. Lo último que alcanzó a comprender, en la neblina de la maraña de identidades, es que la niña vestida de azahares jamás le vio sentado sobre el nenúfar.
Los reflejos de la luna sobre su piel, entretenían su escasa capacidad visual, en un juego de luces con el atardecer.
Albada
Muchas veces, como esta, la realidad nos engulle sin remedio alejándonos definitivamente de nuestros sueños, muy bonito Albada.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias marga.
EliminarUn saludo.