Había ido al cementerio donde María reposaba. Quiso rezar, pero no pudo.
Albada
La recordó como saliera de la casa, con su bañador recién comprado, la camiseta de su padre que usaba para ir a la playa, y que no ocultaba la lozanía de sus dieciséis años, y su toalla al hombro. Vio su cara al cerrar la puerta, con su risa de fresa, y el ímpetu del sonido de sus pasos de chanclas por la escalera.
No la vio marchar pedaleando, ni la dio un beso, ni...nada de nada.
Cuando pasaron diez minutos ante un nicho, y el dolor de haberla perdido fue una dentellada en las entrañas, cogió el ramo de claveles y se marchó.
Condujo hasta el quilómetro trescientos quince, parando en el arcén. Sintió un vagar que preguntaba -qué pasó. Notó el dolor del impacto en sus costillas, y sentada en el suelo, con las flores en la mano, acabó dejándolas ligadas al quitamiedos con su foulard.
Desde entonces no va al cementerio el Uno de Noviembre. Ella acude con flores frescas, a un punto de carretera, cada quince de Agosto, a una cita invisible.
Ese día se explican cómo les va la vida, se cuentan sus cosas, y se dan los besos que sin labios pueden darse cuando sigue viva la vida que deja al cuerpo atrás.
Albada
Cuando los nuestros se van sin avisar queda la sensación de no haber vivido el último momento como un momento especial.
ResponderEliminarPrecioso Albada. Un abrazo.
Gracias marga. No hay muerte que padre alguno acepte, pero en sus corazones, esas súbitas devastaciones, dejan en el aire un dolor tan inenarrable, que lo intentan maquillar.
EliminarUn abrazo.