Resistía el esqueleto de madera, mecido por el viento que silbaba fuera. La luna había sucumbido a la oscuridad de un atardecer azabache. Resistía estoica entre la bruma que nos engullía, la cima de un risco que se precipitaba al vacío desde las alturas.
Chirriaba con fuerza el marco de la ventana y se precipitaban las gotas condensadas en el cristal. La lluvia ya ensordecía el silencio que buscaba y quebraba la noche la silueta de un rayo. Levanté la vista; todo iluminado un instante, y luego; oscuridad tan solo.
Me volví, y dejé que la inmensa nada de la habitación me cegase. Tan solo se distinguían escondidos en el reflejo de las luces de la tormenta, los escasos muebles que abarrotaban la estancia. De repente, una vela en la mesilla. La llama bailaba delicadamente al ritmo de mi respiración agitada; desaparecía su reflejo, y ascendía de nuevo, vencida la timidez de aquella sensación que me embargaba. Alargué la mano, como si pudiera atrapar la l uz que me rodeaba, pero no encontraron mis dedos la calidez de su reflejo, si no el suave tacto de unos labios.
Mi mano se perdió en la comisura de sus senos y la sombra de su cuerpo dibujaba sus contornos en mi pecho. Se estremeció la cama con el peso de nuestros cuerpos abrazados, mientras su boca en mi cuello, mis manos en sus piernas, la colcha arrugada, su pelo entre mis brazos, su respiración entrecortada, la mía inexistente, su cadera entre mis muslos, sus mejillas y mis labios, sus uñas en mi espalda, urdidas las yemas en mi pelo, mis te quiero inaudibles y entre todo: la luz de una vela que se desvanecía consumida.
Llegó a apagarse ahogada por la cera que desbordaba el candelabro. Yo caí sobre ella y sus manos se desplomaron en mi espalda. El humo que aún brotaba chocaba con el límite del techo y la tormenta había desaparecido.
Antes caer vencido por el sueño, le susurré al oído una palabras que yo hoy ya no recuerdo y que ella, jamás ha olvidado.
Alvaro Varela
Chirriaba con fuerza el marco de la ventana y se precipitaban las gotas condensadas en el cristal. La lluvia ya ensordecía el silencio que buscaba y quebraba la noche la silueta de un rayo. Levanté la vista; todo iluminado un instante, y luego; oscuridad tan solo.
Me volví, y dejé que la inmensa nada de la habitación me cegase. Tan solo se distinguían escondidos en el reflejo de las luces de la tormenta, los escasos muebles que abarrotaban la estancia. De repente, una vela en la mesilla. La llama bailaba delicadamente al ritmo de mi respiración agitada; desaparecía su reflejo, y ascendía de nuevo, vencida la timidez de aquella sensación que me embargaba. Alargué la mano, como si pudiera atrapar la l uz que me rodeaba, pero no encontraron mis dedos la calidez de su reflejo, si no el suave tacto de unos labios.
Mi mano se perdió en la comisura de sus senos y la sombra de su cuerpo dibujaba sus contornos en mi pecho. Se estremeció la cama con el peso de nuestros cuerpos abrazados, mientras su boca en mi cuello, mis manos en sus piernas, la colcha arrugada, su pelo entre mis brazos, su respiración entrecortada, la mía inexistente, su cadera entre mis muslos, sus mejillas y mis labios, sus uñas en mi espalda, urdidas las yemas en mi pelo, mis te quiero inaudibles y entre todo: la luz de una vela que se desvanecía consumida.
Llegó a apagarse ahogada por la cera que desbordaba el candelabro. Yo caí sobre ella y sus manos se desplomaron en mi espalda. El humo que aún brotaba chocaba con el límite del techo y la tormenta había desaparecido.
Antes caer vencido por el sueño, le susurré al oído una palabras que yo hoy ya no recuerdo y que ella, jamás ha olvidado.
Alvaro Varela
0 comentarios:
Publicar un comentario