sábado, 12 de julio de 2014

Atención, Andrómeda

Atención, Andrómeda. Algo ha fallado en el salto hiperespacial. Mis compañeros han quedado atrapados en la órbita de Saturno y sólo yo he llegado al planeta azul. Por suerte traigo el dispositivo de clonación instantánea, por lo que puedo mimetizarme con los nativos. He encontrado unos pocos, no parecen peligrosos, al contrario, salieron huyendo, pero los he seguido y ya soy uno de ellos. Tengo unas orejas largas, unos dientes grandes, y además me dedico a comer zanahorias. No he podido sacarme la escafandra, así que me miran con extrañeza. Pero, atención, ahora se oyen unos estampidos y mis nuevos congéneres huyen de nuevo. Por si acaso les sigo y ¡horror!, descubro que otros seres más grandes nos persiguen a toda velocidad. Gritan algo como “¡guau! ¡guau!” y es evidente que no vienen en son de paz. Me libro de la escafandra, corro y corro. ¡Socorro, Andrómeda! ¡Mi casa! ¡Mi caaasaaaaaaa!

Serie B

jueves, 10 de julio de 2014

La vida de Adela

Todos nos hemos parado a pensar, en algún momento de nuestras vidas, si merecería la pena seguir luchando por alguna de las cosas que antes nos hacían sentir bien. En cambio, Adela era distinta a los demás. Ella no se preocupaba, ni lo más mínimo, en los problemas a los que tenía que enfrentarse. Su filosofía de vida era "Pa' que me voy a preocupar si lo único que hago es perder parte de mi tiempo".

De este modo, Adela poco a poco consiguió hacer de los problemas de su vida, unas simples anécdotas que contar a sus conocidos. Por ejemplo, un día se enteró que no había pasado las oposiciones que tanto tiempo había estado preparando, pero logró hacer de ese inconveniente, una nueva meta por la que luchar. Por lo que podemos decir que Adela empezó a ver la vida de color de rosa.

Podéis encontrar este y otros microrrelatos en la siguiente dirección: http://ladialecticadelasimagenes.blogspot.com.es/

Cristóbal Gallego

La huella de los otros

¡Vaya usted a saber porqué, viajar en tren me encanta!

Su leve chacachaca me amodorra y me da por fabular. Hoy me afano buscando en mis vecinos las huellas de sus seres queridos.

Esa niña repeinada aferrada a la mano de su padre, lleva atados sus zapatitos con un enérgico doble nudo, deduzco que alguien ha querido asegurarse de que no tropiece, de que no caiga y se lastime.

Los chavales de ahí adelante se van de campamento, todos ríen despreocupados como si nada pudiera estropear la excursión; en otro vagón, sin duda, su profesor estará repasando billetes, reservas, autorizaciones.

Aquel hombretón saca de su fiambrera una hermosa tortilla, que sugiere el madrugón de alguien que se ha quedado en una casa con olor a fritanga.

En todos ellos descubro la presencia de “los otros”, de aquellos que les aman.

Veo asomar de mi bolso el plano de la ciudad a la que me dirijo y sé que tú lo has puesto ahí porque sabes que soy proclive a perderme, porque sabes que sin ti estoy perdida.



desasosegada

martes, 8 de julio de 2014

¿Internet?

Esta es la historia de una familia normal, un matrimonio, un niño y un viejo anciano que vive pendiente de no tropezar con ningun juguete de su nieto para no volverse a romper la cadera.

Como en toda familia normal, todos los miembros comen juntos, por supuesto también en los días festivos.

Pues el relato de hoy ocurrió uno de esos días festivos, concretamente en el octogésimo-octavo aniversario del viejo. Una vez ya se había empachado de tarta de tiramisú, una de sus favoritas, llegaba el turno de los regalos.

El pobre viejo no esperaba nada, pero le sorprendieron cuando sacaron una caja envuelta con un papel azul que relucía más que los rayos del caluroso sol de aquel día.

Pero si la sorpresa no fuera poca, descubrió que dentro de la caja había un ordenador. Si el hombre nunca había usado nada parecido, ¿qué uso le daría a semejante artilugio?. Por ello le preguntó a su nieto para que servía un ordenador; cuando le respondió que se p odía utilizar para navegar por Internet, el viejo preguntó...

¿Internet?

Cristóbal Gallego

Los ojos de Sasha

En el cénit de la tormenta el casco del carguero se desgarró contra el arrecife. El muchacho despertó a media mañana desnudo y varado en la playa. Había sido el único superviviente.

Se vio rodeado de una panda de gorilas jóvenes. La isla estaba llena de gorilas. Y a él le enseñaron a ser uno más. A saltar, a jugar, a correr, a reír, entre los cocoteros. Había una muchacha, él lo diría así, que se llamaba Sasha…

Unos años más tarde vino otro barco y volvieron a vestirlo con zapatos. Y los gorilas llenaron los zoos de medio mundo

Hoy, con la vida ya vencida, en frente de los barrotes, mira a la nieta (¿por qué no?) de Sasha en la jaula del zoo.

Sabe que le llaman el loco de los gorilas, porque siempre está allí mirando. Cuenta a todo el mundo su historia.

Pero nadie lo cree. Y llegan a sus espaldas esos falsos comentarios: “Yo lo conozco, es un desgraciado. No sabe ni nadar. Anduvo de orfanato en orfanato. Y, luego, gastó su v ida descargando barcos en el puerto. Se casó con una víbora que lo exprimió y, con el divorcio, lo dejó escurrido. Como un bacalao al sol”.

Cuando arrecia la tristeza él va al zoo. Y mira a Sasha a los ojos. Y puede ver en ellos el mundo que una vez, cuando era un niño y tenía toda la vida por delante, soñó.



Francisco Rodríguez Tejedor

domingo, 6 de julio de 2014

Ensalada de verano

Bajo la piel seguían latiendo aquellas frases. En los oídos seguían sonando las mágicas melodías. El verano regresaba con su acompasado ritmo de toldos a rayas, y cañas frescas a media voz.

Ellos, que se conocieron sin conocerse nunca, regresaban cada Julio y Agosto al bar de los relatos breves, donde en unas vacaciones compartieran tinta y complicidades, sueños y despertares.

Y es que ellos, los locos de las palabras por hilvanar, los taraditos adictos a dibujar símbolos que podían leerse, nunca partían del todo cuando regresaban a sus quehaceres.

Ignoraban que dejaban jirones de ellos mismos en los párrafos que desgranaban en el bochorno canicular.

Porque, sin darse cuenta, la epidermis recibía el sol de las lecturas compartidas, como una ensalada de verano. Fresca, y siempre por querer volver a degustar.



Albada

UN HOMBRE EN LA CALLE

Un hombre iba por la calle. Caminando por la acera. Llegó al semáforo, justo cuando se ponía verde para los peatones. Pero él no cruzó.

Lo vieron tocarse el pecho un momento y luego agarrarse a la farola. Hasta que de repente cayó de bruces, medio cuerpo en el carril bus y otro medio en la concurrida acera.

Hubo una inicial sorpresa. Como si el mundo de repente se parara.

Los de la acera hicieron un corro rodeándolo un tanto estupefactos, mientras fijaban firmemente sus pies en el suelo, para aguantar las acometidas de los de detrás, que querían saber lo que pasaba.

El autobús frenó unos metros antes de su cuerpo. Y el conductor y los de delante esperaron, ansiosos, que el camino se despejara. Los de detrás , que son lo que mas prisa tienen siempre, empezaron a increpar al conductor al momento.

Alguien pensó que estaban rodando una película. O un reality show. Y rápidamente sacó su móvil. E hizo una foto. A los pocos segundos ya est aba en Twitter y en Facebook. Pero no una vez, decenas. Puesto que todos los espectadores habían hecho lo mismo

Pero no era una película. El actor no se levantaba. Y solo hacía falta verle la media cara que enseñaba, con la boca abierta y los ojos extraviados para intuir que estaba muerto. O medio muerto.

Entonces todos, al unísono, llamaron al 112. Eran tantos que se bloqueó la línea por unos minutos. Por fin, después de pedirles mil detalles enviaron al Samur.

Mientras tanto alguien pretendió acercarse. Todos lo miraron como a un loco. Inclusive él mismo retrocedió recordando los líos que tuvo la última vez que socorrió a un motorista tendido en la carretera. Papeleos, juicios y hasta amenazas del propio accidentado, para que no declarara que iba sin casco.

Así que llegó el Samur y nada pudo hacer ya. Tal vez si alguien le hubiera dado la vuelta al menos, hubiera aguantado respirando unos minutos.

El autobús volvió a arrancar y la gente de la acera se miraron unos a otros felices. A ellos no les había tocado. Por lo menos esta vez.



Francisco Rodríguez Tejedor