martes, 20 de mayo de 2014

Síndrome insular

Cuando el náufrago por fin encontró una orilla, brotaron lágrimas de felicidad con idéntica salinidad que el agua del mar que lo había tenido preso.

Pronto, la euforia inicial mudó en desánimo; todo giraba simétricamente alrededor del único denominador común que cualquier ínsula podía ofrecer: la soledad y el inmenso vacío del azaroso océano que la rodeaba. No pasó mucho tiempo hasta que la cordura decidió crear su propia balsa y zarpar en busca de verdadera y sólida tierra firme sobre la que levantar nuevos cimientos. Desprovisto de razón, se entregó al culto de divinidades vacuas. Sus ojos se tornaron azul esmeralda, con una transparencia inquietante imposible de interpretar y que arrojaba a las profundidades abisales a cualquiera que los observara fijamente, quizá por eso, los piratas que arribaban a esa isla jamás se atrevieron con aquel desdichado y lo consideraron inofensivo para sus tesoros enterrados. Hasta que un día, una balsa desvencijada , aparentemente sin nadie a bordo, cayó presa de las olas y sus ojos se inyectaron en sangre. Nunca más se supo de aquel náufrago. Aunque esto es decir demasiado, porque nunca nadie le echó de menos.



Mayo

2 comentarios:

  1. Buen estilo, buena escritura.

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    1. Muchas gracias, Anónimo, todo un halago de ojos que leen con objetividad.
      Saludos

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