Cuando amaneció, después de pasar la primera noche en aquel islote, azotado sin piedad y sin descanso,
por el viento y la lluvia, salió de la cueva y volvió a buscar una vez más en los restos del naufragio.
El barco se había partido en dos y se lo había tragado el abismo. Solo él, agarrado a una tumbona de cubierta
y algunos enseres inútiles habían llegado a la playa.
Entonces fue cuando la vio flotando boca abajo en el agua. Con su vestido largo y extendido parecía una mariposa desmayada con las alas abiertas.
Cuando le dio la vuelta se sorprendió aún más. Era la maniquí de la entrada del salón de baile.
…Han pasado 20 años, o tal vez más. Hace mucho que ya no cuenta el tiempo, ni nada. Solo las extrañas bayas y
los peces escuetos que necesita cada día.
En la cueva ella exhibe su vestido de seda y organza, impecable como el primer día y, cuando es primavera,
luce en su pelo unas extrañas y vivaces florec illas.
El viento silba cada día como si no se cansara nunca y él no sabe, o sí, por qué no se ha vuelto loco todavía.
En su refugio siempre hay una sonrisa cálida y también misteriosa. Una sonrisa que se eleva más allá de las negras nubes y de la desesperanza infinita.
…Hoy en un pequeño intervalo de sol, vio un objeto brillando en las olas. Nunca llega nada a este fin del mundo donde se encuentra. Pero esta vez resultó ser un espejo que, tal vez, llevaba flotando en los mares 20 años. O más.
A él le dio una enorme alegría y, luego, un temor muy grande cuando se lo llevó a la cara. Sabía muy bien que, con los años, uno solo es su rostro.
Si alguien lo hubiera visto, lo habría notado hasta relativamente contento.
Era casi un anciano, pero el espejo le mostraba unos ojos todavía vivaces, casi juveniles. Y una sonrisa cálida y amigable. Y también misteriosa. Una extraña sonrisa ajena a la desesperanza.
Y una apostura galante y enhiesta. Como un vivido y experto bailarín.
Francisco Rodríguez Tejedor
por el viento y la lluvia, salió de la cueva y volvió a buscar una vez más en los restos del naufragio.
El barco se había partido en dos y se lo había tragado el abismo. Solo él, agarrado a una tumbona de cubierta
y algunos enseres inútiles habían llegado a la playa.
Entonces fue cuando la vio flotando boca abajo en el agua. Con su vestido largo y extendido parecía una mariposa desmayada con las alas abiertas.
Cuando le dio la vuelta se sorprendió aún más. Era la maniquí de la entrada del salón de baile.
…Han pasado 20 años, o tal vez más. Hace mucho que ya no cuenta el tiempo, ni nada. Solo las extrañas bayas y
los peces escuetos que necesita cada día.
En la cueva ella exhibe su vestido de seda y organza, impecable como el primer día y, cuando es primavera,
luce en su pelo unas extrañas y vivaces florec illas.
El viento silba cada día como si no se cansara nunca y él no sabe, o sí, por qué no se ha vuelto loco todavía.
En su refugio siempre hay una sonrisa cálida y también misteriosa. Una sonrisa que se eleva más allá de las negras nubes y de la desesperanza infinita.
…Hoy en un pequeño intervalo de sol, vio un objeto brillando en las olas. Nunca llega nada a este fin del mundo donde se encuentra. Pero esta vez resultó ser un espejo que, tal vez, llevaba flotando en los mares 20 años. O más.
A él le dio una enorme alegría y, luego, un temor muy grande cuando se lo llevó a la cara. Sabía muy bien que, con los años, uno solo es su rostro.
Si alguien lo hubiera visto, lo habría notado hasta relativamente contento.
Era casi un anciano, pero el espejo le mostraba unos ojos todavía vivaces, casi juveniles. Y una sonrisa cálida y amigable. Y también misteriosa. Una extraña sonrisa ajena a la desesperanza.
Y una apostura galante y enhiesta. Como un vivido y experto bailarín.
Francisco Rodríguez Tejedor
Poético y emotivo. Bravo, Francisco.
ResponderEliminarSaludos de El Manco - Serie B
Que bonito!!!
ResponderEliminarGracias Manco. Siemrpre me gustó darle compañía a Robinson Crusoe.
ResponderEliminarMuchas gracias Marga. Es lo más bonito que te pueden decir. Un abrazo.
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