Este hombre del antifaz de noche y pijama de rayas sabe que la desesperación es pasar horas en vela, probar mil posturas, abandonar la almohada sobre la cabeza y seguir sin pegar ojo, después de dar con el codo a su esposa, que no para de roncar. Ronca con entrega. Con la perseverancia de una corredora de fondo, mientras él repasa desconsolado nombres, efectos insuficientes y secundarios de relajantes musculares, somníferos e hipnóticos. Este hombre no puede más. Está a punto de ganar medalla olímpica en insomnio. Se levanta, el antifaz caído como el pañuelo de un atracador de sueños, rodea la cama y se arrodilla junto a ella. Cara con cara, la observa fijamente. Duerme dichosa, como si la felicidad fuera un hilito de baba escapando por la comisura de sus labios. Una hemorragia de felicidad que él no puede compartir, pero sí taponar. Con la suavidad de un dedo. Estira el índice con dulzura y un fogonazo de luz la despierta.
La lengua salvada (Mikel Aboitiz)
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