sábado, 2 de agosto de 2014

Dos orejas

—Ya de joven apostaba fuerte —el anciano hizo una pausa para rascarse el muñón— y no siempre ganaba —sonrió acercándome la baraja mientras a su espalda el esbirro bizco jugueteaba con una navaja.

El manco abrió con mano hábil el maletín rebosante de billetes añadiendo: — Tú eres joven, como lo fui yo un día – se miró con cariño el muñón—. ¿Que qué gano? Pervivir en tu recuerdo: nunca me olvidarás.

Aquella noche decidió la carta más alta. El viejo tenía razón. Desde entonces, cada mañana al ponerme las lentillas, añoro mis gafas pensando en él.

La lengua salvada (Mikel Aboitiz)

Primer fin de semana de agosto

Una vez más, se presentó puntual a su cita anual. Cada año, superaba un poquito más las expectativas. Llevaba el peso de su carisma, de todos los estratos que una memoria puede acumular sin desplazar tierra firme.

Su nombre esta grabado a fuego en la piel de todas las quimeras. Desde esa tarde de enero, que empezamos a fabricar las esperanzas más utópicas. Es el fuego purificador al que nos entregamos redimiendo nuestros pecados.

El problema empieza exactamente cuando toda esa amalgama de conceptos, los guisamos en riguroso directo. Nada sale igual que como lo habíamos imaginado.

De hecho, estoy rellenando los papeles de la separación. No podía haber elegido otra fecha. Parece ser que ella también imaginó sus planes para esta fecha, y yo, no estoy incluido.

Nunca podía haber imaginado que, a la vuelta de vacaciones, mi vida daría un giro tan enérgico. No sé dónde estará ese cordel que solté cuando decidí juntar mi vida a la de esa pers ona que ha cambiado tanto el paisaje hasta no saber donde estoy. La soledad era esto. Pero, por lo menos es Agosto, fin de semana, y podré camuflar mi basura entre miles de personas alegres y anónimas.



21

viernes, 1 de agosto de 2014

Humo

Nos miramos en el autobús y la seguí a su casa. Sentados el uno frente al otro en un salón sin cortinas, ella encendió un cigarrillo. Tras la primera calada aparecieron sus años de internado, su adolescencia entre lavanderas, después tosió: el desencanto con los hombres, noches de vigilia en la terraza del Ipanema, su madurez sin esperanza en un hospital de huérfanos. Sonrió con el cigarrillo en los labios, los ojos entornados por el humo, mientras se desabrochaba la blusa. Volvió a toser viajes que no hizo, amores que no conoció, hijos que nunca la esperan. Me alargó el cigarrillo con un leve temblor en los dedos.

―Toma. Apúralo antes de que se consuma ―dijo.

Exhausta, se dejó caer en el sofá.

Miguel Núñez Ballesteros

lunes, 28 de julio de 2014

El cigarrillo

Encendió aquel cigarrillo. Y le sorprendió de que apenas le temblaran las manos.

Se echó hacia atrás en la mecedora. Y contempló el horizonte.

El sol se ocultaba tras las colinas en una bella vista. Entonces dio la primera calada. Y quién sabe por qué, se acordó de la primera que había dado en su vida. De todo lo que representó: Un manojillo de metáforas, de sensaciones, de todo lo que él quería ser. Que sería muy diferente a toda la mediocridad que él pensaba que le rodeaba.

Vinieron luego todos aquellos momentos, aquellos flashes luminosos, de cuando era joven. Llenos de amor, de belleza, de plenitud y de fuerza: chispazos de camaradería, de risas, de diversión, De la paz sedosa entre las sábanas tras hacer el amor.

Y los puros de los bautizos de sus hijos. Esos alumbramientos cegadores que llenaron su vida un cuarto de siglo más. Hasta que volvió la soledad.

Y, luego, más tarde, todas las caladas que vinieron para combatir y c ompensar la ansiedad de cada día, y las frustraciones. Los engaños de los oropeles y de las zanahorias. El consuelo ante tanto dolor.

Luego dejó de fumar. Como de tantas otras cosas. Aunque no del todo. Como la vida se va yendo. Nos va dejando. Aunque no del todo.

El sol se había ocultado casi ya. Y, en un momento, no supo ni cómo, tuvo la certeza, estas cosas dicen que se saben cuando llegan, de que aquel sería el último cigarrillo. Tal vez fue aquel ligero vértigo en el horizonte, aquel remolino del paisaje, que en realidad era el remolino de toda su vida.

Y sus ojos se quedaron, luego, fijos en la lontananza. No llegaría a recordar ya si en los últimos rayos luminosos del sol o en las penumbras oscuras de la umbría.

Y el cigarrillo siguió ardiendo entre sus dedos. Borrando las huellas únicas de sus yemas. Quemando todos los rastros del dolor.

Hasta que por fin se apagó. Como se apaga toda luz. Cuando viene el último silencio.

Solo las volutas siguieron ascendiendo por el firmamento. Cada vez más alto. Cada vez más difusas.

Hasta más allá de las estrellas. Esas luciérnagas luminosas, que ahora él lo sabe, son los rescoldos que quedan de todas las ilusiones, de todos los desvelos, de todos los amores, que se han acumulado desde que el mundo es mundo.



Francisco Rodríguez Tejedor