miércoles, 17 de diciembre de 2014

Cándida inocencia

Después de la última travesura, el niño se acerca al padre, que ya lo espera con aspecto serio. Huele la hostia. Se defenderá de la acción sucia y grosera con miradas de cándida inocencia. En la estancia, sin embargo, no evita recordar las otras tardes, que transcurren jugueteando y entretenidos con los cuentos de Perrault o los hermanos Grimm. Estos recuerdos le llenan los ojos de lágrimas, arrepentido, porque no sabe ser siempre sensato, como el padre le enseña. Le huyen de la cabeza sus palabras calmas y tantas reglas que le da pereza seguir.

El padre, al darse cuenta de su presencia, le pide que se le acerque. El rictus serio persiste en su rostro. Aparte de oler más intensamente la hostia, intuye el sermón particular. Porque las palabrotas no le gustan, las detesta casi tanto como que no agradezca la comida ofrecida o detectarle restos de mugre bajo las uñas o detrás de las orejas. El niño tiembla cuando el padre le indica su falda. Sólo reza para que, esta vez, no le haga tanto daño. Aún sufre las secuelas del último castigo. Ahora, sentado en sus rodillas, huele la hostia. Y el vino de misa de la anterior eucaristía, cuando los labios se entreabren. Y la sotana también...

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