Lo que no llegó a saber nunca aquel pobre hombre pobre, es que un día el perro, por fin habló.
Todo sucedió de repente, un jueves cualquiera, al llegar a casa, una de las habitaciones, en concreto la que habían compartido hasta que ella decidió marcharse a otra, se encontraba vacía.
Tras algunos años, tal vez todos, de diferencias de pensamiento, palabra, obra y omisión, él cargado de un impropio coraje, ya que no era precisamente una de sus cualidades, decidió marcharse.
Habían tenido constantes discusiones y la confianza, si es que algún día existió, se había evaporado por la deslealtad, el abandono, la falta de respeto y la ausencia de compromiso.
Cierto es que a ninguno de ellos les sorprendió todo aquel movimiento, tarde o temprano debía de ocurrir, solo faltaba hacerlo, cerrando así un ciclo vital tóxico y enfermizo.
Ella se llevó una cama, muchos recuerdos vividos y al perro. El resto se lo llevó él y el amor que un día se tuvieron, ese, se lo llevó el viento como a María Sarmiento cuando se fue a la vía a aliviar su cuerpo.
Un día, cuando ya había pasado algún tiempo, siguiendo el curso de uno de sus duelos, ella le llamó para saber de él, interesarse por su estado de salud, trabajo y amor, aunque de lo último no se atrevía a preguntar, aun era pronto para una respuesta que no quería, en el fondo, saber.
Hablaron como falsos amigos, cordialidad contenida, incómodos silencios y finalmente una noticia sin importancia, y es que él, había incorporado a su vida un loro, esa mascota que tanto él había deseado siempre, pero que ella, con su mente analítica y responsable, nunca había estimado oportuno tener, quitándole la idea de la cabeza con algunos argumentos, como no, de peso.
Fue gracioso saber que él, al menos había cumplido ya, uno de sus frustrados y absurdos deseos.
Cuando colgó el teléfono, se le ocurrió contárselo al perro. A fin de cuentas e ra su compañero, con el que compartía su vida, acurrucados en las oscuras y frías noches de invierno.
El animal, escuchó atentamente, moviendo sus cejas como acostumbraba cuando recibía información de interés. Emitió un pequeño gruñido de disconformidad, se revolvió sobre si mismo, dió un salto a la cama, escarbó la manta con determinación y se acomodó como una esfinge. Serio, altivo, prácticamente inmóvil.
Ella se sorprendió de su repentina reacción, no le había visto así antes. Le cogió la cara con las dos manos y le beso en la cabeza como siempre.
De repente el perro carraspeó y comenzó a hablar:
_ Atiende, el buen saber es callar, hasta ser tiempo de hablar. Ya verás la que le va a preparar el loro, es cuestión de tiempo.
Carmine
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