Mordió con fuerza la boca del cañón. Amartilló, con lo que giró el barrilete. Apretó el gatillo. En ese fugaz instante, penetró, insidiosa, inesperada, inquietante, una sutil y pavorosa sospecha. Alcanzó a oír el golpeo del percutor y el estallido de la pólvora, a calibrar el infinitesimal hiato recorrido por el proyectil, a sentir el impacto de ingreso, la trayectoria por la masa encefálica, el desgarro de centros neurálgicos, el orificio de salida.
Alcanzó a todo ello.
Esa maldita sospecha.
¡Bravo! Se le quitan a uno las ganas de suicidarse. Un micro perfecto.
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