Pulió su personaje hasta la perfección. Tocaba el violín ante los pórticos de las catedrales vestido totalmente de negro. Los turistas se arremolinaban y le fotografiaban boquiabiertos, impactados por su mefistofélica apariencia. Era además un virtuoso y sus diabólicos “pizzicati”, que habrían asombrado al mismísimo Paganini, ponían los pelos de punta. Su presencia empezó a incomodar, algunas diócesis alertaron contra sus apariciones y los clérigos se asomaban para rogarle que se alejase. Pero el violinista era persistente y ubicuo. No se arredró cuando en Burgos una gárgola le pasó rozando y se hizo pedazos a sus pies, ni se amilanó su arrogancia cuando un rayo calcinó un árbol cercano ante Notre Dame de Chartres. Hasta que una noche, en Colonia, su violín emitió un maullido desgarrador justo antes de que San Miguel Arcángel, que ocupaba el parteluz del pórtico norte, se desplomase con su lanza y el concierto finalizase abruptamente cuando el instr umento y la cabeza del concertista rodaron juntos por el suelo.
El Manco del Espanto
El Manco del Espanto